Se ha escrito mucho sobre la evolución de la firma de Adolfo
Hitler. Al tratarse de un personaje público se conservan numerosos documentos firmados de
su puño y letra. Por ser un personaje histórico, los avatares de su vida son conocidos
por todos y podemos ver de manera precisa si existe o no un paralelismo entre ellos
y su firma.
Desde los 17 años, edad en la que ya se puede considerar
cierta madurez, no completa, en la firma de Hitler, vemos que las letras finales
tienden a descender, es lo que se conoce como un imbricado descendente, una
especie de escalera hacia abajo. La psicografología relaciona este rasgo con
una tendencia a la autodestrucción, cierto cansancio vital si no es muy exagerado
y sadismo provocado por algo que le ha
hecho daño y es incapaz de superar si se acentúa. Todos sabemos la tortuosa
infancia del joven Adolf que, ya adulto, reconoció ser azotado a menudo por su
padre cuando era niño. Se lo reconoció a su secretaria y le confesó: “Un día
tomé la decisión de no llorar nunca más cuando mi padre me azotaba. Después
tuve la oportunidad de poner a prueba mi voluntad. Mi madre, asustada, se
escondió en frente de la puerta. En cuanto a mí, conté silenciosamente los
golpes del palo que azotaba mi trasero”.
Si nos fijamos veremos las diferencias entre la firma de
1906 y de 1908. Vemos que la primera está subrayada por una doble rúbrica. Es
tortuosa, casi ilegible, típica de alguien que se esconde, que tiene cierto
miedo, que no está conforme con su realidad. En esa época le obligan a escribir
con la mano derecha siendo zurdo y le impiden entrar en la Escuela de Arte de
Viena.
En la firma de 1908 ya no hay rúbrica, la inseguridad se ha
convertido en seguridad, se siente a gusto consigo mismo. Adolf ha encontrado
su camino, no necesita ninguna línea en la que apoyarse ni ninguna rúbrica que
le sirva de antifaz. Los bucles se empastan con tinta, señal de terquedad,
fuerza de voluntad y cabezonería. Por esos años sus ideales antisemitas y xenófobos
ya están definidos y los manifiesta en
sus escritos. Su personalidad se ha formado en lo principal y además tiene la
seguridad de haber recibido la herencia de su padre, hecho que se produce a los
24 años y le da seguridad económica. Vemos que la firma de 1914 marca de manera
definitiva sus rasgos esenciales y, a pesar de los años, se mantiene el
imbricado descendente comentado al principio.
Analizando la firma de 1920, observamos ya algunos
cambios. Es más angulosa, más fría, más
dura. Tiene mayor relevancia el apellido, el nombre se simplifica y empieza a
parecerse a la esvástica cada vez más. La letra A, de Adolf, pasa a ser una “a”
minúscula elevada a mayúscula, lo que indica cierto desprecio hacia sí mismo y
hacia el otro. En los primeros años de la década de los 20 del pasado siglo,
Hitler ya es reconocido como un gran orador y asciende con rapidez a la presidencia del partido nazi. Ya es un
ídolo de masas.
En las firmas de 1925 y 1929 es la H del apellido la que se
sobredimensiona en detrimento de las letras del nombre. Cada vez pierde más
importancia lo personal y toma más relevancia lo social. Si analizamos esa H
mayúscula de 1929 vemos un ensalzamiento de sí mismo acompañado de una proyección social. Los bucles inflados
hablan de ilusión e imaginación desmesuradas, vanagloria, mitomanía, necesidad
de poseerlo todo, idea excesivamente elevada de sí mismo y al mismo tiempo
cortesía calculada y habilidad seductora para conseguir sus propósitos. Es la
época del asalto al poder de Adolf Hitler.
En la próxima entrega continuaremos analizando el desarrollo
de su firma desde 1929, Hitler cumple 40 años, hasta su fallecimiento a los 56
años en 1945.